
Basta que en la tierra surja un abanico de alas vivas
si nadie recuerda el día en que ardieron los buitres
el terror de los siglos perdidos en el bosque
el colibrí que mi hija enseña con su dedo de campana pacífica
desde sus cejas pobladas de misterio
como contarles entonces el árbol que me respira.
Si nadie va por el pozo del incendio transitando el herido follaje del aire
descubriendo en las piedras la tempestad herida de los nuevos amantes
dejando caer ciruelos sobre el piso de sus párpados
buscando cierto lugar con amargos panales
para humedecer la miel ciega de las flores
entonces como vería, con cierto descuido premeditado
la red estrellada de los peces marrones
en las pequeñas aldeas de barro
pregonando botellas vacías de sueños.
Si nadie visita los trenes desiertos
como haré para sumergir las catedrales en los espejos imposibles
para abrir la puerta salvaje dónde el trigo madura
y el peligro termina.
Les hablo de zapatos súbitos que suben por la ropa
de la música invisible esparcida por las lágrimas muertas
de la voz que recuerda que nací en un indeterminado lugar del rocío
mientras alguien comía cítricos sedientos.
Soy una mujer que busca escondites en el tiempo
palabras en la paciencia de las horas
acostumbro a nombrar ciertas cosas que me nombran
en la geografía no casual de las ciudades oscuras.
Todo huele a sangre que circula por el cuerpo
los tambores en la esquina homenajean la luna
ciudad indiferente tiene por costumbre vagabundear desnuda
mientras desde el humo impropio se ofrece como una copa
Sí
soy de un pequeño lugar que tiene muchas murallas
una isla en el crepúsculo, el tormento de mi cuna
es un circo de sonámbulos que arden rumbo al desquicio
y entre ráfagas de pena se pierde con risa pobre
desparramada en el mapa como un círculo de cobre.
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